martes, 22 de marzo de 2011

¿QUIÉNES SOMOS? JORGE BAYONA SÁNCHEZ.

Miembro fundador. Licenciado en Psicología por la UVEG. Actualmente estudia Filosofía también en la UVEG.
El siguiente texto apareció publicado en el primer número de Ápeiron.

EL ÚLTIMO VIAJE[1]

Los sentimientos, las imágenes, multiplican la filosofía por diez.

Albert Camus

Los grandes viajes, aquellos periplos por tierra y por mar, nos brindaron la posibilidad de acercarnos a lo misterioso, a las temibles fronteras de lo desconocido y, al mismo tiempo, hacia ese nuestro interior (tan cercano y familiar como lejano y ajeno) al proyectar sobre lo nuevo nuestros miedos y deseos que se encontraban sepultados en “el corazón de las tinieblas”… Pero entre todas las cosas que de dichos viajes podemos aprender, me interesa destacar aquí una: el absoluto desconocimiento que el ser humano tiene de sí mismo debido, principalmente, al escaso tiempo que dedicamos a mirar hacia nuestro interior; tal vez, por miedo a lo que podamos encontrar…

Por eso, hablaré de un viaje sin retorno cuya única certidumbre es su trágico destino y cuyo rasgo fundamental es su imprevisibilidad: el gran viaje de la vida. En la efímera existencia de los mortales, poco puede suceder si la comparamos con la milenaria historia de la humanidad y, mucho menos, si lo hacemos respecto a la “eternidad” cósmica. Sin embargo, esos son nuestros límites y bien necesario es conocerlos, los cuales, por otra parte, parece que olvidamos con bastante frecuencia. No obstante, como diría Camus, eso es válido para crear pero, sin embargo, para amar no existen límites: <>.[2] Pero ahora se trata de crear, por lo que me limitaré a trazar los límites de un ser humano que parece haberlos olvidado, así como limitaré este breve ensayo a esa reminiscencia. Sin embargo, siguiendo a Camus, dado que se trata del primero de lo que esperemos será una larga serie, debería dedicarlo al principal problema filosófico, pues <>.[3]

No obstante, con el permiso de Camus, me gustaría insistir primero en la única certeza que cabalmente le es lícito tener al hombre: su ineludible caducidad. Éste es el límite del que me gustaría hablar porque, a juzgar por la actitud general pseudoamnésica que encontramos al respecto, creo necesario establecer ahí el punto de partida y, además, siguiendo a Montaigne, filosofar es aprender a morir.[4] En primer lugar, pues, es necesario llenar el vacío que la desaparición de la representación teatral de la tragedia sofoclea ha dejado, ya que ésta cubría, a su vez (y entre otras cosas), el vacío dejado por las ceremonias secretas eleusinas celebradas en el Ática septentrional en las que, mediante la ayuda de fármacos visionarios, se experimentaba una “iluminación” en un ritual de muerte y renacimiento que transformaba para siempre a los iniciados. Por su parte, el héroe trágico sofocleo cumplía la función, mediante la representación de su muerte en escena, de que los griegos de su tiempo aceptasen jubilosamente dicha muerte y perdiesen el miedo a la misma. También Aristóteles, en el capítulo VI de su Poética, insinuaba el efecto catártico de la tragedia en los espectadores. El héroe sofocleo se enfrenta a un trágico destino cuyo desenlace escapa a su entendimiento mostrando así la principal enseñanza de Dioniso: que la razón, la prudencia, la justicia y las leyes humanas no pueden dar cuenta de la totalidad de la existencia.[5]

Partamos, pues, de la única certeza que disponemos y, en otra ocasión, hablaremos del problema fundamental de la filosofía. En lo que sigue se tratará de extraer, a partir de El mito de Sísifo y El revés y el derecho, las consecuencias de dicha certeza y de demostrar que también es posible vivir, o sólo es posible vivir realmente con auténtico júbilo, sin esperanza.

Para empezar, sería deseable realizar algún viaje que nos prepare para mantener firme aquella actitud que también se niega a someterse en ese último instante, para el cual sólo vale llegar con la tranquilidad de aquél cuyo barco flota por su autenticidad y su dirección va guiada por un timón de valentía, siendo su único equipaje un alma noble. Son esos viajes en los que una persona se embarca en busca de sí misma, para lo que la distancia de nuestra cotidianidad y de nuestras tediosas costumbres resulta ser una buena aliada. Cuando llegamos a un lugar completamente ajeno, en el que no conocemos la lengua que se habla y todo lo que nos rodea es absolutamente nuevo para nosotros, entonces, en cuanto que esos lugares son “viajados”, nos ofrecen la oportunidad de volvernos hacia nosotros mismos. <>.[6]

El miedo es algo de lo que se trata de huir, por ello la mayoría prefiere viajar a destinos turísticos acondicionados para tal fin, en los cuales pueden encontrar las familiaridades que necesitan para no sentir esa congoja. La artificialidad de esos lugares nos ofrece tranquilidad y seguridad, sí pero, al mismo tiempo, destruye la magia del viaje. En cambio, el viajero prefiere sentir ese miedo, enfrentarse cara a cara con él, incluso, muchas veces, jugándose su propia integridad. Decía Aristóteles en su Ética a Nicómaco que el valiente no es aquel que no siente miedo (ese es un temerario), sino el que lo siente y, a pesar de ello, sigue hacia delante. Y Camus: <>.[7]

Y entonces, nos encontramos solos ante un nuevo decorado con el que no sabemos cómo actuar, surgiendo de nuestro interior todos los fantasmas que creíamos bien enterrados. ¿Dónde está la frontera que separa la imaginación de la realidad?: Una vez sacados de nuestras seguridades, ésta se diluye y ambas partes se confunden con facilidad. Desnudos en ese rincón del planeta, todos los méritos reconocidos por nuestro mundo se tornan inútiles y, en ese momento, el valor de cada ser humano se mide en otra escala en la que la posición social o el dinero no tienen, al contrario que siempre, nada que decir. En ese viaje todo toma un cariz distinto, cada detalle del paisaje se nos presenta de forma más plena, parece como si al estar un poco más vivos, apreciamos un poco más la vida. Ese rayo de sol que se refleja en la fuente, o ese pajarillo que juguetea en la orilla de la misma: detalles que solemos pasar por alto cuando la maquinalidad de nuestros actos rige nuestra vida cotidiana.

También resulta interesante andar con lo justo: el dinero es una protección que también nos hace inmunes a ciertas sensibilidades. En cambio, existe algo especial en ese vagar sin rumbo, en esa indigencia dichosa que te ensancha el alma haciéndote más receptivo, otorgando a cada detalle el valor que se merece, devolviendo con justicia el amor que se nos brinda. Sólo cuando amamos nos sentimos completamente vivos, pues la vida es una forma de amar, o viceversa. Esa indigencia, esa inquietud, esa incertidumbre constante, nos predisponen a amar cada fragmento de nuestra experiencia, recordándonos que en cualquier momento todo se puede acabar que, tal vez, este rayo de sol, que a esta hora proyecta la sombra más corta, sea el último que preceda a la noche eterna… Es ante esta evidencia, cuando el ser humano es capaz de apreciar su vida; es en ese momento, cuando se es capaz de amar. <>.[8] <>.[9]

Todos estos sentimientos se repetirán en nuestro momento penúltimo. Pero a pesar de la evidencia de la caducidad humana, al observar cómo nos comportamos, parece que no hemos comprendido lo esencial cuando la mayoría se comporta como lo haría alguien inmortal. De otra forma no se entiende esa prisa indecorosa[10], tanto sacrificio injustificado por llegar más y más alto, ese mirar por encima del hombro sin darse cuenta que, al final, por más que uno se eleve, todos acabaremos cayendo en el mismo hoyo. Por ello, resulta más que interesante prepararse para el descenso, para sumergirse de nuevo en el agua primordial de Nun y despedirse, para siempre, de todo cuanto nos ha sido querido. Éste será, definitivamente, nuestro último viaje. En él se resumirá, en un soplo, cada instante de nuestra vida y quizás, sólo quizás, en ese momento a la vez sublime y trágico, comprendamos un ápice de la existencia. No parece, pues, que se trate de unas ociosas vacaciones en Plutón (cuya negación como planeta bien podría ser un reflejo de lo que nos venimos quejando) sino, más bien, del viaje de nuestra vida.

Sólo una disciplina constante y el ejercitarse en aquellos viajes así como en el resto de la vida, permitirán no dar el brazo a torcer ante nuestro más trágico enemigo. Es por ello por lo que es necesaria, en ciertas ocasiones, la soledad, pues a pesar de estar rodeado de los seres más queridos en el, digámoslo así, mejor de los casos, la inmersión deberá realizarse sólo: nadie nos acompañará al cruzar el umbral entre la vida y la muerte. Camus, como Aristóteles, considera que <>.[11] Y así llegamos al miedo. Ningún tipo de riqueza, salvo la interior, podrá servirnos de ayuda; ningún tipo de posición social nos librará de la siega, así como tampoco lo hará ningún artificio órfico. Tal vez, esa es la ironía de la vida: embarcarse en ese viaje en el que, sea cual sea el rumbo y la velocidad que se tome, desembocará, necesariamente, en la muerte. <>.[12] Y también resulta irónico que en la senectud, que es cuando el humano necesita más que nunca ser escuchado para, de esa forma, reconocer en su discurso su persona y su propia vida, sin embargo es, en ese momento, cuando es condenado a la soledad y al silencio, recordándole así que su muerte se aproxima. <>.[13]

También encontramos aquella correcta disposición para amar que nos brinda el viaje. Del mismo modo, ante las puertas del abismo de la muerte, somos capaces de vivir más intensamente que nunca, de amar como nunca sabremos hacerlo mientras sigamos considerando una certidumbre el mañana, de conseguir, en fin, mi vida sin mí. “Cuando todo ha terminado, la sed de vivir se apaga. ¿Es eso acaso lo que llaman felicidad?... Nos volvemos hacia nuestra persona. Sentimos nuestra aflicción y por eso amamos mejor. Sí, quizás la felicidad sea eso, el apiadado sentimiento de nuestra desdicha.”[14] Como quien ya no tiene nada que perder, al acercarnos a la orilla de aquel río que cruzaremos una sola vez, cada guijarro sobre el que pisamos en nuestro irremediable avanzar adquiere una belleza radiante, perdiendo la opacidad a la que les habíamos condenado en nuestro previo sonambular. Tomamos conciencia de nuestra necedad demasiado tarde aunque, tal vez, esos últimos instantes de lucidez sean suficientes; podría suceder que el ser humano aún no esté preparado para vivir toda una existencia de plenitud, ya que podría perecer por una suerte de “sobredosis”. Pero ello no excusa para no seguir intentándolo, para no tratar de abrir cada vez más los ojos por cegadora que sea la visión, para no admitir, como dice el poeta Irazoki, que el ser humano aún está por estrenar…

Y en medio de toda esta nada, infinitos puntos luminosos conviven a millones de años luz y, entre todos ellos, un enfermo y enfermizo planeta azul vuelve a pretender, una vez más, ser el centro del Universo y de “La Creación” no queriendo reconocer que, a fin de cuentas, no somos nada. ¡Qué libertad la que debe sentirse cuando comprendemos que, prácticamente, ya estamos muertos! Y esa certeza es la que, paradójicamente, nos hace sentir más vivos. Bien mirado, es precisamente en la conciencia de la muerte y en su enérgico rechazo donde se esconde la aceptación más plena de la vida, con todas sus consecuencias. Solía decirme un amigo, un pensador no homologado, que las cosas vienen dadas en un paquete y, por tanto, no es lícito escoger aquella parte que más nos agrade y dejar el resto, sino que debemos tomar el paquete entero. De esta forma, la vida nos viene en el mismo “pack” que la muerte, por lo que, si queremos vivir plenamente, tenemos que mirarla de frente: no hacer como si no fuese con nosotros.

Esta actitud coincide con la del hombre absurdo[15]; lo absurdo surge de la confrontación entre la irracionalidad del mundo y el deseo de explicación del hombre, entre el silencio de aquél y el llamamiento humano. Se trata de saber si es posible vivir a pesar de ese absurdo, es decir, vivir sin apelación. Dos salidas posibles son la esperanza, bajo cualquier promesa metafísica que presente (incluidas ciertas racionalidades) y el suicidio. Ambas suponen un salto ilícito en nuestro razonamiento: la una nos impulsa a saltar a cambio de una tranquilidad de espíritu e incluso de la paz eterna; la otra, nos confiesa el reconocimiento de que la vida nos supera o que no la comprendemos y que, ante la injustificabilidad del sufrimiento humano y nuestro irremediable destino, preferimos precipitarnos a su final. De alguna manera, sendas salidas solucionan lo absurdo, le dan una respuesta. Pero no podemos eliminar uno de los términos de ésta peculiar trinidad (el mundo, el hombre y el absurdo que surge de su confrontación). En el segundo de los casos se elimina al hombre y en el otro a lo absurdo. Pero éste, para que viva, necesita de su contemplación manteniendo ese cara a cara con uno mismo y con el mundo aún sin obtener ninguna respuesta “esencial” aunque, a cambio, se pueda obtener alguna respuesta tan vital como carnal. El hombre absurdo se mantiene al borde de esa arista vertiginosa que precede al abismo, en ese instante penúltimo que precede al salto. Su vida es una lucha continua que sólo cesa con la muerte, de la cual toma conciencia pero al mismo tiempo la rechaza, llegando a ella de mal grado porque lo único que tiene es la vida. No obstante, conoce sus límites que le recuerdan la futilidad de su lucha aunque, a pesar de ello, se agota en su agonal destino agotando, a su vez, todo lo que está a su alcance. Es en esta entrega absurda donde reside toda su fuerza y su libertad condicionada: <>.[16]

Aquí no interesa tanto la libertad “en sí”, si es que eso existe, cuanto “mi libertad”, la única a la que se puede aspirar: la libertad individual y la libertad de acción. Hasta el momento tenemos, más o menos, libertad para pensar, aunque no todo pensar nos conduce a nuestra libertad. Su precio sigue siendo la sangre que, al igual que la lucha que exige, tiene lugar en un plano metafórico en la mayoría de las ocasiones. Del mismo modo que aquellas pretéritas batallas cuerpo a cuerpo en las que reinaba el espíritu de la bayoneta,[17] podían ser eludidas mediante determinadas concesiones al enemigo y sometiéndose a él, también nuestro razonamiento puede ofrecer concesiones a la esperanza, sea del tipo que sea, convirtiéndonos así en esclavos de ésta. En cambio, el hombre absurdo vive una lucha sin tregua en su confrontación con un mundo silencioso que no le da ninguna respuesta, <>.[18] Su única certidumbre es la muerte pero no se entrega a ella, sino que la desafía sin más apoyo que el que le brinda la carne por medio de sus pies. Su desafío consiste en aferrarse a la vida, pero hasta sus últimas consecuencias: no presupone nada, con una certidumbre le basta.

<>. <<… la muerte y lo absurdo son los principios de la única libertad razonable: la que un ser humano puede sentir y vivir. Esto es una segunda consecuencia>>. <>.[19]

En el aire un grito, en el suelo los pies, en el texto un kilo de carne diseccionada. Es un canto a la muerte en la justa medida en que es un canto a la vida, ya que éste, para que sea auténtico, no es posible sin el primero. Y es un canto elaborado con el corazón, con un corazón que ama cada detalle, por pequeño que sea, de esta escurridiza vida que en cuya melodía resuena de fondo el “cree en mañana lo menos posible” horaciano. Sí, algún día todos nosotros nos embarcaremos, con Caronte o sin él, en ese viaje definitivo que sellará nuestras vidas pero, hasta entonces, seguiremos a la deriva o, en el mejor de los casos, enderezaremos el rumbo de esta nave abocada a naufragar por no querer tirar por la borda el exceso.

De todas formas, mientras tanto, siempre podemos rescatar del fondo del baúl aquella mochila vieja y, sin cargarla demasiado, atravesar el umbral de la tediosa rutina entonando un órfico peán y, con paso firme y bien templado, avanzar hacia no importa dónde, mientras sentimos en el rostro ese vientecillo de la libertad. Respirar hondo y seguir avanzando, siempre hacia delante, con los ojos tan abiertos como nuestras órbitas permitan, aireando así nuestra alma transida. Sí, en esos momentos nos sentimos más vivos que nunca, amamos la vida de una forma que nuestra cotidianidad no nos permite al negarla, encontramos, en fin, entre el sí y el no, ese revés que se oculta detrás de tanto derecho.

<>[20].



[1] Este ensayo fue leído, con ligeras modificaciones, en el congreso Filosofía y Viajes que tuvo lugar en Valladolid en el año 2007.

[2] A. Camus, 1935. El revés y el derecho. Madrid. Alianza. 2006. p.84

[3] A. Camus, 1942. El mito de Sísifo. Madrid. Alianza. 2006. p.13

[4] <> (Essais, L.I, Ch. 20)

[5] J. Bergua. Sófocles. Tragedias. Madrid. Gredos. 2006. p.XX-XXI

[6] A. Camus, 1935. El revés y el derecho. Madrid. Alianza. 2006. p.64.

[7] Ibid. p.80

[8] Ibid. p.83

[9] Ibid. p.43-44

[10] <qué profesión? – Una especie superior de hombre, permítaseme decirlo, no ama las “profesiones”, precisamente porque se sabe con una vocación… Tiene tiempo, no piensa en absoluto haber “acabado”,- a los treinta años se es, en el sentido de una cultura elevada, un principiante, un niño.>> ( F. Nietzsche, 1889)

[11] A. Camus, 1935. El revés y el derecho. Madrid. Alianza. 2006. p.91

[12] Ibid. p.39

[13] Ibid. p.34

[14] Ibid. p.44

[15] Camus trata y desarrolla ampliamente este problema en sus tres absurdos: la novela El extranjero, la obra de teatro Calígula y en el ensayo filosófico El mito de Sísifo.

[16] Píndaro. Pítica III

[17] N. Sánchez Durá. El espíritu de la bayoneta.

[18] A. Camus, 1942. p.46

[19] Ibid. pp.74, 79, 82 y 84

[20] A. Camus, 1935. p.90

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